Conocí a Ana un invierno cualquiera, allá por 2013. En aquella época ya trasteaba con cámaras haciendo fotos sin sentido a todo lo que mínimamente me despertaba interés pero, todo sea dicho de paso, sin apenas conocimientos ni formación sobre fotografía. A pesar de ello, tenía bastante claro qué era lo que me gustaba y en lo que quería especializarme: el retrato.
Una tarde de muchas pateando las calles de Valencia aporreando sin demasiado éxito mi Nikon D5200 y con un frío que ya empezaba a ser preocupante, decidí parar en el Starbucks de Gran Vía a tomarme algo con lo que entrar en calor. Una vez servido una taza de café de poco más de medio litro, saqué el Mac para echar un vistazo a cómo se veían las fotos que había hecho durante aquella tarde mientras escuchaba algo de música. La escena parecía sacada de una peli mala de Hollywood. Muy forzado todo. Sobradamente artificial: tremendamente yanqui.
En aquellas, habiendo ocupado la última mesa del local (una doble para mi solo) y horrorizado por la basura de capturas que tenía entre manos, se sentó enfrente mio una chica no sin antes pedirme permiso. Vestida con un jersey largo de lana gris, vaqueros, botas altas marrones y un gorro del mismo color, dejó sobre la mesa el café, su Mac y una libreta demasiado pequeña como para ser útil. Como las de las series americanas del inspector que investiga el crimen. Pues así. Muy Colombo todo. Sospechosamente irreal: extremadamente yanqui.